El día que corrí en las olimpiadas, desde la sala de TV


 


Los Juegos Olímpicos de Barcelona 1992 son los primeros de los que tengo memoria. Tenía 10 años y mi vida transcurría en una permanente justa olímpica. 

Si mi mamá me pedía que le pasara un vaso de agua, le respondía que me contara el tiempo. Esos 20 metros eran para mi una carrera en la que me estaba jugando la medalla de oro en la prueba de llevar vaso de agua a la mamá. Me veía entrando al estadio olímpico con el vaso en la mano, con las gradas abarrotadas de gente coreando "México, México". Cruzaba la meta y preguntaba inmediatamente "¿cuánto hice?". 

Cuando iba a casa de mis amigos, tres hermanos que se llevaban un año de edad entre ellos y que vivían a dos cuadras de mi casa, organizaba carreras. En bici, a pie, lo que fuera para sentirme en los Olímpicos nuevamente. Jugábamos una vez y luego ellos, empapados en sudor y con el rostro colorado, negociaban conmigo para seguir jugando, pero ahora en el Súper Nintendo. 

En los 90, México era potencia mundial en el atletismo de fondo. Los maratones más importantes eran conquistados por mexicanos, como Martín Pitayo (campeón del Maratón de Chicago 1990). El Maratón de Nueva York lo ganaron mexicanos en el 91, 93, 94 y 95. Dionicio Cerón ganó tres veces consecutivas el Maratón de Londres, en el 94, 95 y 96, nadie más lo ha conseguido. 

Gran culpa de que yo admirara a esos corredores la tienen mis papás, que siempre estaban entrenando para alguna carrera. Y cuando llegaron los Juegos Olímpicos, la casa se convirtió en una sede más. 

Pasamos todas las madrugadas con la televisión encendida, dormitando entre prueba y prueba para ver las competencias que más nos interesaban: clavados, gimnasia olímpica, ciclismo y por supuesto atletismo.

La prueba de los 50 km de marcha fueron una fiesta. Nos íbamos turnando para que mientras unos dormían otros veían cómo iba la carrera. Cuando por fin se acercó el mexicano Carlos Mercenario al Estadio Olímpico de Montjuic, nos despertaron, a mis hermanas y a mí. 

Comenzamos a echar porras, nos pusimos de pie, dábamos ánimos como si pudiera escucharnos o dependiera de nuestros gritos para no que no dejara de avanzar a pesar del dolor que reflejaba su rostro.

Cruzó la meta en segundo lugar. Nos abrazamos y gritamos vivas a México. 

Cuando tocó el turno al que era el Récord del Mundo en los 10 mil metros planos, el mexicano Arturo Barrios, yo estaba sumergido en el frenesí olímpico. La persona más rápida del planeta en recorrer 10 kilómetros era un mexicano y estaba por participar en los primeros Juegos Olímpicos de los que tenía conciencia. Además, otros dos mexicanos habían pasado a la final: Germán Silva y Armando Quintanilla. 

Esto no podía pasar así nada más, conmigo sentado en el sillón. Así que fui a mi cuarto, me puse un short y al regresar le dije a mis hermanas: "correré al mismo tiempo que Arturo Barrios los 10 mil metros planos". 

Soy el hermano menor y desde que nací fui para ellas un juguete muy querido. Se divertían conmigo, en el sentido más literal de la frase. Fui su muñeca (me ponían vestidos), me hacían "palomita", cosquillas y por supuesto me retaban a todo con la promesa de que me tomarían el tiempo: ve por unas galletas, sube por mi libreta, corre al fondo del patio y regresa. Se divertían, y a mi me encantaba, nunca me causó molestia. 

Diez kilómetros frente al televisor. Tampoco era tanto tiempo, Barrios había parado el cronómetro en 27'08"23 minutos el 18 de agosto de 1989 para convertirse en el más rápido del mundo. Así que más o menos ese sería el tiempo que yo estaría dando de brincos frente a la tele. 

Sonó el disparo de salida, el pelotón salió a toda velocidad y yo comencé mi reto. Mis hermanas me echaban porras, lo mismo que mis papás. 

Dieron las primeras vueltas y el ritmo del pelotón era criminal. Los kenianos y los marroquíes daban jalones para dejar sin piernas al resto de los atletas, pero los mexicanos no eran presa fácil. Eran los reyes del mundo y el resto de corredores lo sabían. 

El sudor me escurría por la cara, y cada vez que Richard Chelimo y Khalid Skah aceleraban, a se me salía el corazón. Me daban ganas de dar pasos más rápido para que Barrios los alcanzara. Por instantes cerraba los ojos y apretaba los puños enviando toda mi energía, pero al abrirlos él seguía unos pasos atrás. 

No fue posible seguirle el paso a los punteros. El marroquí Skah y el keniano Chelimo se despegaron del resto entrando en primero y segundo, respectivamente. Luego llegó el etíope Addis Abebe. En cuarto el italiano Salvatore Antibo, y en quinto, llegamos juntos Arturio Barrios y yo. 

Aunque llegó casi 32 segundos después de Skah, no le arrebataron el récord. Yo, por mi parte, terminé entre porras y risas de mi familia en lo que ha sido la ocasión que más cerca he estado de ser un atleta olímpico. 


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