El continuo maratón de H



Foto: Chudlessworth en Flickr

Texto: Juan Pablo Ramos Monzón

Cuando has perdido los cimientos que te hacían ser quien eras, y el mundo se te viene abajo, la oscuridad crece en tu interior como fuga de gas  negro que cubre hasta el más íntimo rincón de quien eres: alma, mente, sangre, músculos...

No hay nada frente a ti, porque dentro de ti nace la oscuridad. El mundo se ha caído; levantarlo, sólo puede suponer una cosa, convertirte en su dueño: en el campeón de tu mundo.

H sumerge la cabeza entre sus muslos, aprieta las sienes con sus rodillas al mismo tiempo que sujeta su cabello empapado en sudor con lo último que le queda de fuerzas.

Intenta recuperar la respiración entre un llanto seco y un dolor que nace en la planta del pie y se aferra al esternón.

Abre la boca y nada sale de ella. Piensa que nunca más lo volverá a hacer.

Su primer maratón

Desde el kilómetro 35 sintió cómo una espina fría se encajó en la planta del pie hasta topar con hueso. No es que haya pisado algún objeto puntiagudo, es una fascitis plantar que está germinando en el cuerpo de un  hombre de 31 años, 1.80 metros y 96 kilogramos.

Su cuerpo ha seguido una dieta particular: desayuna un 12 de cervezas todas las mañanas y una línea de cocaína. Para dormir se administra una pastilla de Rivotril, gracias a la que puede conciliar el sueño.

Una semana antes de su primer maratón, el de la Ciudad de México, pasó 72 horas sin poder dormir. Sus demonios se pusieron en huelga a pocos días de ser despedidos.

Para un maratonista aficionado, no se diga profesional, la semana previa a un maratón significa dormir bien, ingerir una dieta rica en carbohidratos, hidratarse con al menos un litro de suero al día y tres litros de agua, trotar suave y estirar bien.

Para H significa una lucha mente a mente, conciencia a conciencia con su interior.

H


A H lo conocí cuando íbamos en la primaria. Él iba un año más arriba que yo, pero en la preparatoria repitió un año escolar y entró a mi curso.

Siempre fue líder, con una energía que no cabía en el aula, ni el patio, ni el campo de futbol.

Al cabo de un tiempo tampoco cupo en la escuela y lo enviaron a otra donde tampoco cupo y regresó a la primera, donde yo continuaba. Era un alma hinchada de fuego dentro de un cuerpo que todos los días sentía que se quemaba.

Una década después ambos nos reencontramos en la Ciudad de México. Vivía cerca de mi  departamento y nos comenzamos a frecuentar para ir a caminar y platicar, tomar cerveza, ir a cenar.

El disparo de salida


Un día  pasé por él, abrió la puerta de su departamento con los ojos enrojecidos, respiraba corto y rápido. Estaba erguido intentando reconocerme. Habló como si hubiera memorizado el guión de un monólogo. Mataron a mis tíos, los balearon en su carro.

Ese fue el disparo de salida. Su programa de entrenamiento no era común. Comenzaba con un tabaco en ayunas. Una caminata al 7 eleven más cercano del que cada mañana salía con 12 cervezas Heineken.

Seis botellitas con un tabaco de recuperación entre una y otra. Luego un porrito y otras seis cervezas.

Tras la primera sesión tocaba dormir, la noche anterior había tenido otra sesión, la más dura, en la que se agarraba a golpes con sus demonios, expertos luchadores nocturnos, así que a mediodía caía rendido.

Cuando comenzaba a quebrar la tarde ponía música o abría un libro. Éstos últimos competían en número con las botellas de cerveza.

Su departamento era un entramado de libros de pasta dura, fotocopias y cadáveres verdes que chocaban con sus pies al caminar.

No apestaba a cantina, siempre había un incienso encendido y una ventana abierta. Su perro lo esperaba paciente a que reaccionara y recordara que era la hora de sacarlo a orinar.

Un toque antes de salir para sentirse tranquilo y esperar a que no llegara otro ataque de pánico que lo paralizara entre la gente.

Esta rutina la repitió durante seis meses. Cavó hondo y con ahínco cada día hasta que topó con lo más profundo de él, que era él mismo.

En el fondo estaba él


Se encontró con R, el que dirigía al equipo de futbol de la secundaria dando gritos desde la portería con el rostro enrojecido de emoción, el que una noche de borrachera nos dio un discurso de ser amigos por siempre y nunca pelearnos, después de que dos compañeros se dieran de golpes por un exceso de hormonas.

Esa tarde, cuando se vio de frente en aquella profundidad donde ya no hay más a dónde cavar, decidió comenzar el camino en sentido contrario.

Se arrastró desde la mesa del comedor hacia el otro extremo de su departamento. Vio la computadora y sintió un ligero deseo.

Brotó en él una idea, como germinan las plantas entre las cenizas. Hasta en los terrenos más devastados puede abrirse una semilla.

Movió el mouse y la pantalla brilló deslumbrando sus ojos pequeñitos y llorosos. Olió de nuevo el fuego que lo animaba en la secundaria, su combustible.

Buscó en internet la página del Maratón de la Ciudad de México, sacó su tarjeta de crédito y pagó. Los demonios se enfurecieron y con una sonrisa burlona lo abandonaron. Él se desvaneció.

El camino hacia arriba


Tener dinero y no tener trabajo puede ser muy peligroso, me confesó un día H. Unos meses antes su abuela le había heredado en vida una casa en la ciudad en la que crecimos. La vendió.

Una parte del dinero que obtuvo lo invirtió en un par de negocios y la demás la comenzó a beber, fumar e inhalar.

Y también la ocupó en un reloj con GPS, el más caro que encontró en la tienda, un par de tenis, una bicicleta de montaña de 25 mil pesos, casco, guantes, mochila de hidratación y lo que le ofreció el vendedor, que ese día la tenía fácil, el cliente iba borracho y con dinero.

La rutina de entrenamiento varió un poco. Ya no bebía tanto,  fumaba y de vez en cuando se daba una línea. Un día o hasta tres días por semana salía a correr.

A veces 5 kilómetros y tres días después subía a 8 kilómetros. Al día siguiente le dolía el cuerpo y sus demonios se lamían los bigotes y le estiraban la mano con una cerveza helada y un porro forjado. Él aceptaba.

Cuando la embriaguez le permitía tener un poco de conciencia leía el instructivo de su monitor de entrenamiento y así fue programando las indicaciones para que lo guiaran y pudiera correr 42 kilómetros y 195 metros.

Cada día el reloj le indicaba cuántos minutos tenía que correr y a qué ritmo. Si ese día derrotaba a sus obscuros compañeros, se ponía los tenis y cumplía con la orden. Si perdía la batalla, bebía hasta perder la conciencia.

Dando tropezones entre la embriaguez, la depresión y algunos kilómetros de trote, llegó al día del maratón.

Cuarenta y dos kilómetros y 195 metros para estar con él mismo; rodeado por más de 40 mil personas, pero solo. Esa es la esencia de un maratonista.

Lo más duro de correr es que sólo dependes de ti. Da igual si es de bajada o subida, si no te mueves, no avanzas.

Más de cinco horas después de haber comenzado la prueba se acercó al Estadio Universitario, la meta.

Buscó algún rostro conocido que le echara porras. Recordó a su familia y amigos. Los odió y los extrañó al mismo tiempo.

El dolor le mordía la planta del pie y le arrancaba la energía. Quizo claudicar, todos sus demonios trepados en sus hombros le decían que él no era corredor, que no cruzara la meta.

Con lo último que tenía de fuerza se sacudió las voces y arrastró las piernas hasta cruzar el arco de meta. Los demonios no soportaron el triunfo de H y huyeron. Él se sintió un poco más ligero.

El entrenamiento diario

Al llegar a casa se sentó frente a la computadora, volvió a buscar la página del Maratón de la Ciudad de México y pagó la inscripción para la carrera del siguiente año. Los demonios le dieron palmadas en la espalda y lo retaron; le forjaron un porro y le sirvieron una cerveza. H aceptó.




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